La erupción volcánica en la isla de La Palma nos recuerda los peligros que los volcanes suponen para la aviación.
El 24 de junio de 1982, el Boeing 747-200 G-BDXH de British Airways cubría el tramo de Kuala Lumpur a Perth, dentro de la ruta de Londres Heathrow a dicha ciudad australiana. A bordo viajaban 262 personas entre pasajeros (247) y tripulantes (15).
Cuando se encontraba a unos 240 kilómetros al sur este de Yakarta, de noche, sobre las 20:40 hora local, volando a nivel de vuelo 370 (37.000 pies), entró en una nube de ceniza procedente del volcán Galunggung, a 175 km al sureste de Yakarta. En pocos instantes, la cabina comenzó a llevarse de humo y ceniza y los cuatro motores se apagaron.
Ni la tripulación ni los controladores eran conscientes de la existencia de esa nube de ceniza volcánica.
Ante el problema, los pilotos desviaron el vuelo hacia Yakarta. Pero el problema era que en el camino había unas montañas que, planeando, no iban a poder pasar, y desviarse para evitarlas suponía no llegar al aeropuerto. La tripulación se preparó para el caso de tener que dar media vuelta y realizar un amerizaje, y el capitán anunció a los pasajeros con la “típica” flema británica: “Damas y caballeros, les habla su capitán. Tenemos un pequeño problema. Los cuatro motores se han parado. Estamos haciendo todo lo posible para que vuelvan a funcionar. Confío en que no estén demasiado angustiados”.
Tras varios intentos fallidos, los pilotos consiguieron encender uno de los motores cuando estaban a nivel de vuelo 130, y acto seguido los otros tres (si bien debieron parar uno de nuevo por problemas y aterrizar en Yakarta.
A la mañana siguiente cuando regresaron al aeropuerto, pudieron ver con la luz del día los efectos que había tenido el polvo volcánico sobre el avión y sus motores.
Dos años después, otro Boeing 747, en este caso de la serie 400, el PH-BFC de KLM, y con 245 ocupantes a bordo, tenía un encuentro similar. El 15 de diciembre de 1989 hacia las 11:50 y a nivel de vuelo 250, en descenso hacia Anchorage procedente de Ámsterdam, la nube en la que entraron resultó ser también ceniza emitida por el volcán Redoubt (175 km al suroeste de Anchorage), en lugar de agua. Los pilotos comenzaron a sospechar por el color de la nube cuando el controlador les avisó de que podía ser ceniza. Menos de 30 segundos después los cuatro motores fallaron, así como algunos sistemas eléctricos. A nivel de vuelo 130 los pilotos lograron el reencendido de dos de los motores, y a 11.000 pies, de los otros dos, y seguir el vuelo hasta Anchorage.
El 12 de junio de 1991 el Pinatubo, en Filipinas entraba en erupción. Dos días después la base aérea de Clark, usada por Estados Unidos, quedaba casi engullida por la lava.
En Goma (República Democrática del Congo) , el 17 de enero de 2002, la colada de lava del volcán Nyiragongo, llegó a la ciudad y engulló una parte del aeropuerto. Y no olvidemos la erupción en 1997 del Soufrière Hills en la isla de Montserrat, que destruyó, además del aeropuerto, la capital de la isla y una importante parte de la mitad sur de la isla.
O el caso del cordón Caulle-Puyehue en Chile, cuando la erupción del 4 de junio de 2011 llenó de cenizas amplias zonas de Chile, Argentina y Uruguay.
Y podríamos citar bastantes encuentros desafortunados entre la lava y cenizas (en realidad rocas y cristales de 2 mm o menos de longitud) de los volcanes y la aviación.
Es precisamente el tamaño de los componentes de la ceniza lo que hace que los radares de aviones y controladores no sean capaces de detectar estas nubes y alertar de su presencia. Normalmente el primer aviso, que suele llegar tarde, para los pilotos es la aparición del fuego de San Telmo en el frontal del avión, y un olor a azufre que entra por el sistema de presurización, a veces acompañado por las partículas más pequeñas en forma de polvo en el aire de la cabina.
Especialmente los casos de encuentros en vuelo citados hicieron que la aviación comenzase a ponerse en alerta ante las erupciones volcánicas y los peligros que suponían. En las nubes de ceniza las piedras suelen estar formadas por silicatos, cuyo punto de fusión está por debajo de la temperatura de funcionamiento de muchos motores en su núcleo. El material fundido pasa a zonas más frías del motor y se pega a álabes y cualquier otra superficie con la que entre en contacto, pudiendo “soldar” zonas móviles con zonas estáticas, y causar daños al motor. Otro peligro es que la ceniza actúa como un papel de lija sobre las superficies del avión. Y puede llegar a hacer que las ventanas de la cabina de los pilotos queden esmeriladas y estos no puedan ver el exterior a la hora de aterrizar.
Pero sin duda, fue la erupción del Eyjafjallajokull en Islandia desde el 20 de marzo de 2010 la más famosa para la aviación. La nube de cenizas que se formó ocupó parte del Atlántico y de Europa. Tanto que las autoridades de numerosos países casi paralizaron el transporte aéreo en el norte de Europa entre los días 14 al 20 de abril. Se estima que más de 10 millones de viajeros se vieron afectados por esto, y que los costes superaron los 1.200 millones de euros.
Con todo esto, podemos ver algunos de los riesgos a los que se pueden enfrentar los aviones que vuelen cerca de la isla de La Palma durante la actual erupción volcánica. Aunque no estemos, en términos volcánicos ante una erupción masiva como algunas de las que hemos señalado, la ceniza no deja de ser ceniza.
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